domingo, 11 de febrero de 2007

GOTAS DE LLUVIA

Por: Mercedes Albi
“Y cuando el séptimo ángel se apreste a tocar la trompeta y haga oír su voz, se consumará el plan secreto de Dios como anunció a sus siervos los profetas”(Apocalipsis. San Juan, 10, 7-8)

Viena, domingo 4 de diciembre de 1791. Wolfgang Amadeus Mozart contempla inmóvil desde su lecho la lluvia que golpea incesantemente el cristal de la ventana. Para mitigar su dolor centra la atención en el monótono sonido intentando diferenciar las notas que emite cada gota. Es entonces cuando por primera vez se da cuenta de que a pesar de la apariencia, la lluvia nunca es igual. Cada gota tiene vida propia, cae en un lugar diferente, con una fuerza diferente, con un sonido diferente.

El dolor se le hace insoportable, una hinchazón creciente se ha adueñado de sus extremidades. No puede moverse.

Piensa que nada permanece: las gotas que resbalan, los seres que se van, los momentos felices… Su vida que se escapa irremediablemente.

Nota a nota sigue cayendo la lluvia, pero su sonido va cobrando en la mente del enfermo tal intensidad que siente como si una a una le fueran perforando la piel.

-No, no, son notas, es dolor. Sí, ya lo sé, son lágrimas, cientos, miles, infinitas… ¿Dónde está el papel pautado? Debo sobreponerme. Tengo que continuar. Ya alcanzo la pluma- le dijo a la nada.

Le obsesionaba no haber concluido el encargo de aquel hombre enmascarado que le visitó repentinamente. Le había encargado la composición de un Réquiem.

-Le ordeno que guarde el máximo secreto- dijo a Mozart mientas le entregaba una bolsa con dinero.

Sentía la esperanza de que si lograba acabar el Requiem pondría fin a su enfermedad, y todo volvería a ir bien.

Tal vez fuera aquel desconocido quien le hubiera traído la desgracia. Si sólo tenía treinta y cinco años. Tenía tanto por hacer. Era demasiado joven para morir.

En su enfebrecimiento comenzó a tararear la música. Las notas se expandía por en el pentagrama de forma automática.

-Oh! Lacrimosa. Lacrimosa dies illa que resurgit ex familla (Lacrimosa. Día de lágrimas será aquel en que el hombre resucitará del polvo).

Cuando la creación le poseyó hasta el dolor físico desapareció. En el delirio que sentía al ser uno con la música, su cuerpo quedó convertido en el instrumento de una inaprensible pero preexistente melodía que le elige a él como objeto de su manifestación, del parto por el que las notas cobran vida.

Al finalizar la canción la lluvia había cesado. En su lugar apareció un sol de invierno, cuya luz al atravesar el cristal se deshizo proyectando el reflejo de un arco iris en la habitación.

El criado abrió la puerta y le anuncio la visita se su cuñado, Franz Hofer, con dos amigos, Benedikt Schalk y Franz Xaver Gerl.

-Sí, hágales pasar. Rápido no tenemos tiempo- dijo.

Al entrar en el cuarto el joven Benedikt intenta disimular. El fuerte olor a putrefacción junto con la visión del cuerpo deformado del maestro es espeluznante. Teme que al hablar se le quiebre la voz y enmudece. Se siente incapaz de fingir y preguntarle como está, por lo que se limita a asentir las reconfortantes palabras de ánimo que le da el bueno de Hofer. Pero Mozart parece no escuchar, y se empeña en que canten con él su última composición. Gerl le acerca a Benedikt las partituras llenas veloces trazos, señalándole con un dedo la cuerda de soprano. Los visitantes se agrupan junto a las páginas y comienzan a entonar la música. Mozart se une a ellos cantando de contralto la que iba a ser su última obra. Lacrimosa, Huic ergo parce Deus. Pie Jesu Domine, dona eis réquiem. Amen. (Perdónale Dios, Piadoso Jesús, Señor, concédeles descanso eterno. Amén.)

Jamás en toda su vida recordaría Benedikt algo más sobrecogedor que aquella escena, cuando el moribundo maestro al terminar la canción se desplomó llorando amargamente y les dijo: “No, no es esa la música, no es así, la trompeta, debe sonar la trompeta...” Y alejando su mirada vidriosa hacia el vacío exclamó: “El pájaro alado se eleva”.

En la madrugada del día siguiente falleció.

Los que presenciaron esta escena nunca quisieron hablar de ello. Pero Wolfgang tenía razón. Aunque los cantores se empeñaban en cantar lo escrito, no era esa música la que sonaba. A Benedikt le pareció oír una trompeta. Siempre pensó o quiso pensar que había sido un sueño, un engaño producido por la impresión de perder a Mozart.

Pasaron muchos años hasta que de nuevo volvió a escuchar la melodía. Fue en el instante de su propia muerte. Entonces supo que había llegado su final.

En el último instante de vida, Benedikt se dio cuenta que había una música que nadie compone, esa que ningún hombre ha creado, y que nos eleva porque nos preexiste. Es la melodía que escuchan los desesperados cuando contemplan el hueco que deja la cuenca vacía del ojo de Dios.

1 comentario:

Anónimo dijo...

impresionante

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